El pueblo salva al pueblo
- Revolución Redactada
- 15 jul 2020
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 13 ago 2020

[Nota publicada bajo el título "Donde apaciguan las voces" en la Revista Alta Trama.]
Delia abre la puerta y se asoma al pasillo fuera de su casa, la número 26 de la Manzana 33 bajo la autopista. El agua oscura inunda el suelo y forma un pequeño río que desemboca en una de las calles. En ese momento, sus hijos se aparecen casi de forma automática en su mente. Piensa en los mosquitos apoyados en las paredes de la habitación cuando los despide antes de dormir -los aplasta con la mano y la sangre queda pegada en su piel. “Los están chupando”, piensa. Recuerda la casa de atrás en construcción que atrajo todavía más la posibilidad de que el dengue cayera sobre su familia.
Pero lo que realmente despierta su miedo es que el agua de la calle es mucha más que la que sale por las canillas.
En marzo las voces comenzaron a alzarse en la Villa 31. La pandemia del coronavirus había llegado. El brote apareció de la mano de una crisis que los vecinos conocían muy bien. Bajo diversas excusas de caños rotos o construcciones en proceso que obligan a cerrar la llave principal, las autoridades cortan el agua de sus casas y los dejan sin posibilidad de continuar con una vida que ya está atravesada por numerosas dificultades cotidianas. Casi como si fuera una carrera, a medida que las canillas se vacían, los vecinos se contagian. Un informe provisorio desplegaba el miedo en números: 2309 casos y 20 muertes en la Villa 31. “Nadie se hace responsable”, dice Delia. Los vecinos reclaman a AySA y la empresa pública le reclama al Gobierno de la Ciudad. ¿Qué respuesta dieron ellos? Silencio.
La autopista es la creadora de dos ciudades que determinan quiénes tienen voz y quiénes no. Recoleta se alza de un lado, edificios blancos, de cristal, que se vuelven más elegantes con el reflejo del sol en el atardecer. Hogares de una clase media alta que pasea por el Shopping Alcorta y los enormes espacios verdes y culturales que los rodean. El Jardín Japonés, el MALBA, los Bosques de Palermo se hacen notar en un barrio que parece que el Gobierno limpia y moderniza cada día.
A medida que se cruza al otro lado de la autopista, los edificios mutan a pequeñas casas. Los espacios verdes se reducen, las calles se vuelven más pequeñas y empiezan a nacer pasillos entre las manzanas. A la luz del sol la sustituye los pequeños destellos de los transformadores ante la sobrecarga de electricidad, que más tarde se transforman en incendios. Allí se encuentra la casa de Delia. Un pequeño hogar en una calle sin asfaltar, con cortes de agua, apagones de luz y explosiones de fuego.
A unas cuadras nada más, Gabriela busca soluciones que finalmente descarta con impotencia. Ella trabaja en La Poderosa, una organización que busca la justicia social. Ha tomado su nombre de la moto con la que Ernesto Guevara viajaba en moto por América Latina con su amigo Alberto Granado, a mediados de la década del cincuenta, antes de convertirse en el Che.
La función de Gabriela es lo que llama el control popular. Ella sigue a las fuerzas de seguridad a la hora de detener a los chicos para controlar que sus derechos sean respetados y evitar la brutalidad policial. Pero con el coronavirus, los roles se modificaron y Gabriela ya no puede “poner el cuerpo”. “Desde que comenzó la pandemia estoy en el comedor [de La Poderosa]. Damos una mano porque se cuadruplicaron las raciones de comida para el barrio”. El problema de la falta de agua no es solo el personal, sino también su efecto sobre el trabajo en el comedor: Gabriela debe hacer y repartir comida, algo casi imposible si no tiene en sus manos el agua para higienizarse. Después de una pausa y un suspiro, agrega: “Es mucha la demanda que hay y no nos queda otra, porque hay muchas vecinas que verdaderamente no pueden salir de su casa”.
La falta de urbanización tiene una larga historia en los barrios vulnerables. La escasez de agua potable no es una novedad, sino que se remonta a la creación de las villas en Buenos Aires. Por más que se surgieron proyectos o se tomaron medidas, la realidad es que ninguna fue suficiente. Con la llegada de la pandemia, el significado de vulnerabilidad se modificó. Según el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, las villas 31-31 bis y la 1-11-14 son uno de los lugares de mayor vulnerabilidad social y educativa. Los problemas los resume en una sola frase: un lugar donde predomina la incertidumbre sobre los derechos de uso y propiedad del suelo, la tenencia de vivienda, la ausencia o baja calidad de los servicios públicos, de infraestructura urbana básica y de un medio ambiente saludable. Actualmente, el coronavirus penetró de tal forma en las villas que hospitales como el Durand están colapsados. Para mayo, ya no había camas disponibles.
En algunas casas del barrio, el agua se cortó unos días antes de que el gobierno nacional declarara la cuarentena obligatoria. La de Gabriela fue una de ellas. Desde entonces, su vida entró en un ciclo interminable. Compra botellas a 50 pesos, pide donaciones de bidones y los guarda, utilizando la menor cantidad de agua posible para seguir ahorrando bajo la incertidumbre. Las noches se vuelven cada vez más intensas. “Tenía que levantarme a las 3 de la mañana o quedarme despierta hasta las 4 para poder juntar baldes con agua, y a veces me jugaba en contra el miedo al dengue, que en el barrio está todavía… Era correr ese riesgo: era la pandemia o era el dengue”, detalló. Semanas con sueño, sentada en su casa, con el balde en mano, buscando un poco de agua solo para poder juntar suficiente para tener en el baño. Gabriela se repetía en su cabeza, “¿tanto daño nos pueden hacer? ¿tanta maldad pueden tener?”. Como si fuera un cuento de ficción, la lucha por el agua potable se convirtió en un análisis de los movimientos de las cañerías.
Comprendió que durante las mañanas el agua sale en líneas cortas y pequeñas. Para Delia, durante las tardes es el momento de mayor presión y cantidad. Bajo la excusa de un caño roto, estuvo doce días sin agua en el mes de marzo, y la falta se volvió a repetir desde junio hasta hoy. Esto ya se había vuelto una rutina. “En el comedor [de La Poderosa] me dan agua para tomar, pero después para bañarme o lavarme las manos tengo que ver cómo conseguir”, dijo. Y aunque el agua vuelva, los problemas no se desvanecen. Delia junta agua de las canillas en un balde blanco enorme para por lo menos imaginar que puede conseguir lo que tanto necesita. Pero el agua se aparece en forma de pequeños chorros teñidos de marrón y que invaden las fosas nasales con un olor a lavandina que grita “no me tomes”. Para Gabriela, el olor a cloro es lo que penetra en su nariz. La conclusión es compartida entre los vecinos: el agua potable sigue siendo un mito en el barrio.
Junto a Jacinto, su pareja, Delia se choca contra una pared a la hora de encontrar soluciones. “La verdad que usamos muy poquita agua. Guardamos la que tenemos para lavarnos las manos o bañarnos. La ropa ni la lavamos. Y el baño… qué decir... no tenemos agua ni para tirar al inodoro”, explicó Delia. Las vivencias de Gabriela son similares. “No tenía agua para cocinar, para lavarme las manos, para lavar la ropa, para nada”, contó.
En el día a día, Delia y su pareja pasaron a bañarse en sus respectivos trabajos, ella en la casa donde es empleada doméstica y él en una fábrica de pastas. A la hora de volver, agarran el balde y caminan por las calles hasta la entrada del barrio, donde el gobierno les prometió que un camión cisterna los esperaría. Todos los días, como el funcionamiento de un reloj, Delia repite este ritual de acopio precario.
El temor de las madres de “la 31” y de otras villas pasa por sus hijos. Bajo las reglas de la cuarentena, los hijos de Delia, de nueve, once y catorce años, se encierran en su casa. Para cuidarlos del dengue, cierra todas las ventanas y aísla los ambientes, pero a la vez, eso aumenta su miedo de generar un lugar más propicio al coronavirus. “Me da muchísimo miedo que se contagien ellos”.
“Durante el día lo más triste es tener chicos en el medio, peor cuando ya los acostumbras a ellos a que tomen agua”, contó Gabriela, que se llena de distintas opciones para ayudarlos: comprarla envasada, pedir donaciones y bidones, no solo para ella sino también para el barrio. Le dolía. Ver la desesperación de sus cuatro hijos de seis, siete, once y doce años al no poder bañarse o lavarse las manos. Se revolvía el sentimiento de impotencia. Y además solo podía llenarles la panza con un té de desayuno. La destruía cómo sus hijos lograban naturalizar la situación. “Mamá, tenemos que juntar agua para lavar el trapo y la verdura”, llegaron a decirle. Los sentimientos de Delia y Gabriela se resumen en una sola palabra: abandono.
El agua nunca llegó a la puerta de Gabriela. Tanto Gabriela, como Delia y otras madres se han acercado más de una vez a la Secretaría de Integración Social y Urbana, encargada de garantizar el suministro al barrio mientras esté en falta en las casas. “Me dijeron que iban a llevarme un bidón. Y yo pensaba, ¿solo uno?... Tengo que lavar la ropa, desinfectar las cosas porque todos los días trabajo en el comedor, tengo que volver a salir y limpiar mi casa, ¿qué voy a hacer sin agua?”, dijo Gabriela.
“Nosotros hacemos todo. Denunciamos, hablamos con todos, yo de hecho iba y hablaba con la gente de la Secretaría pero no hacen nada”, contó Delia. La última vez, la desesperación fue tan grande que se acercó a reclamarles. Su respuesta fue que no se vuelva a acercar y la próxima llame por teléfono. “Pero la llamada nunca sale. Nadie te atiende. Nadie viene. Y nunca dan la cara”, dijo.
La respuesta de las autoridades no llegó. Desde que apareció el primer caso, los vecinos reclaman que el gobierno no se encargó de aislar a la familia correctamente. Y capaz, si lo hubiesen hecho, habrían evitado que pasara lo peor.
El domingo 17 de mayo la Villa 31 se tiñó de gris. En una habitación del Hospital Muñiz, conectada a un respirador y sedada, falleció Ramona Medina, referente del barrio e íntima amiga de Gabriela. En la Manzana 35 bajo la autopista, había mostrado en modo de denuncia al Gobierno el interior de su hogar a través de las redes sociales de La Poderosa, abriendo sus canillas para probar lo que los políticos negaban: no salía nada, ni una gota. “Hay una pandemia que nos está consumiendo todos los días y nosotros seguimos sin agua”, gritaba. Hacía un año y medio que pedía una relocalización de su hogar. Vivía con sus dos hijas –una con discapacidad–, sus dos sobrinos y sus cuñados. Ocho personas en una casa donde no se podía respirar y que finalmente marcaría lo peor: la muerte de Ramona por coronavirus, pero también, el contagio de los demás. Nadie la escuchó cuando dijo: “el virus me va a llegar”.
Hay un mundo de la Ciudad de Buenos Aires donde las voces se apaciguan y las vidas se desvanecen. Ese mundo es tan grande que casos como el de Ramona ocurren más de una vez: en la Villa 21-24, con solo 54 años, falleció otra Ramona, de apellido Collante, en una casa donde vivía con ocho personas, porque la ambulancia que esperaba llegó 25 minutos después. Su familia lo considera un abandono de persona. Los paralelismos no son una casualidad, más allá de los nombres: los casos aumentan en las villas de la ciudad. El Gobierno porteño confirmó 10.377 infectados en total en los barrios vulnerables. Es decir, los casos en las villas representan más del 10% de los del país.
El dolor de Gabriela se intensificó. La cara de su amiga se aparece en todos lados. En las calles, los pasillos, en el comedor de La Poderosa. A veces la ve y tiene que apartar la mirada. Su presencia muchas veces le recuerda a su propia realidad.
“Ramo salió gritando por todos los medios, pidiendo por favor que den soluciones, no solamente a ella, sino a todo el barrio. Ya sabemos lo que pasó”, dijo Gabriela con la voz quebrada, intentando contener la ira. Conoció a Ramona siete años atrás, a través de una amiga de la militancia barrial. “Yo no puedo creer que no esté presente con nosotros”.
Y es que con la muerte de Ramona, la situación empeoró. Los casos siguieron aumentando. Delia y Gabriela lo notaban. De repente, la cuadra de la primera se había llenado de casos. Una amiga la llama por teléfono y le cuenta que al tener síntomas, se acercó a un hospital, donde la tuvieron en una habitación no muy grande y llena de personas sospechosas de contagio. “Fue con el hijo y la dejaron ahí”, contó. Más adelante falleció su vecino y queridísimo amigo Pedro Condorí. “Para mi hijo era como su papá”, escribió Delia a través de Whastapp. Una de las abuelas de sus hijos se encuentra en este momento internada por coronavirus. Lo mismo sucede con su círculo de amigos. Delia siente el miedo en el cuerpo.
La respuesta del Gobierno de la Ciudad ante la situación fue una reunión de Horacio Rodríguez Larreta y Diego Santilli con referentes de La Poderosa. El título del artículo en la revista de la organización fue “ESCUCHARON CASI TODO, NO RESPONDIERON CASI NADA”. Para Gabriela, se trató de una burla. “Sinceramente les tengo mucho rencor a las personas de la secretaría, a Larreta y también a [Alberto] Fernández. Hay sectores que siguen sin agua y me pregunto, ¿quién carajo es responsable de todo esto? Lo señalás a uno y esa persona mira hacia otro lado”.
Al día de hoy, los vecinos de la Villa 31 siguen sin tener una respuesta. Los contagios siguen aumentando. Gabriela sigue esperando que los camiones se acerquen y que el agua llegue a su casa. Delia se mudó de su hogar hacia una zona donde el agua está, pero fue demasiado tarde. Hace solo unos días, dio positivo por coronavirus. En el temor de contagiar a su familia, se aisló en su casa, en medio de los síntomas de una gripe. La secretaría sigue sin atenderla a ella y a muchos vecinos más. “Reclamamos juntos con los vecinos, somos unidos. Pero son sordos”.
Gabriela enfoca su lucha en el trabajo. Aunque no puede salir a la calle para realizar el control popular o acompañar a las familias a los juzgados, sigue atendiendo por teléfono desde su casa. Mientras tanto, asiste al comedor y ayuda a llevar comida, mercadería y demás cosas que necesiten las familias aisladas por ser de población de riesgo. “Lo que tendría que hacer el Estado lo hacemos nosotros”.
Gabriela dijo sentirse orgullosa de lo que hacen en La Poderosa. “Por eso digo que el pueblo salva al pueblo. Somos los vecinos poniendo el cuerpo y ayudándonos entre nosotros. No hay nadie más”.
Es una descripción que va al hueso por eso duele tanto. Es la triste verdad de la Argentina, cuya clase política carece del humanismo necesario e imprescindible para gobernar un país poblado de personas a las que se debe respetar y ayudar a progresar para que logren ser autónomas y al mismo tiempo vivir en comunidad, desarrollando un espíritu solidario .
El escrito de Ailén Vila es una foto del drama de la Argentina. La película es larga, triste y demasiadas veces repugnante. Sabemos que sucede en muchos lugares del mundo ya que estas situaciones dependen de las acciones de los seres humanos. Siempre habrá importantes actividades con las que cada uno de nosotros a través de sus capacidades podremos…