La voz de mi barrio
- Revolución Redactada
- 1 may 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 12 ago 2020

Dos tizas de cocaína y dos cajones de cerveza sobre la mesa, lo suficiente para hacer reducción de daños y pasar la abstinencia. Julio se rescata del consumo de pasta base en una semana en algún mes del año 2006. En un pequeño momento de valentía, en medio de una depresión que inundaba las paredes del pequeño departamento, llama a la policía, al SAME y a la obra social en un grito de ayuda. Pero no hubo respuesta. Julio Zarza escuchó el silencio de esa ciudad ajena que lo ignoraba desde sus días en la villa 21 de Barracas, y que ahora se había desplazado a ese lugar solitario del barrio de Palermo.
El abandono no era un extraño. Julio lo conocía desde el minuto que llegó al mundo y lo declararon muerto en una clínica de Zárate. Seismesino, haciendo esfuerzos para respirar, el médico lo tiró en una mesa y lo dejó a su propia suerte. Pero su mamá Ricarda se negó y corrió hacia un hospital donde finalmente revivieron a su bebé.
En una lucha con sus problemas de salud, la familia Zarza se mudó a lo que sería el hogar y la identidad de Julio hasta sus 26 años: la villa 21, Barracas. En una pequeña casa de chapa de cartón y madera, Julio creció en medio de una marginación que se prolonga hasta hoy.
Por eso conoció el trabajo desde los 7 años de edad. Caminando por el barrio, recogía la basura de sus vecinos por algunos pesos para llevarla a los tachos que no llegaban al corazón del barrio. Evolucionó a los 13 cuando, escapando por el borde de la villa de unos chicos que querían sacarle unos billetes, observó en la proximidad una pila de cartas. Así se convirtió en cartero y comenzó a recorrer las calles de tierra en su bicicleta, yendo de la manzana 1 a la 35 para entregar la correspondencia que había sido olvidada en las orillas del barrio.
Los trabajos serían una variante diversa en la vida de Julio: albañil, verdulero, vendedor de ropa, empleado de una metalúrgica… lo que sirviera y trajera plata.
Esa volatilidad lo llevó a vender perfumes y llevarlos a la oficina de su hermana Lidia en el INADI, sin saber que eso daría un giro a su vida. Julio conoció ahí a su fundador, Víctor Ramos. Su vínculo con él no solo lo ayudaron a salir de su drogadicción, sino que también le hicieron entender que el abandono y la indiferencia formaban parte de un patrón mayor, de una idea sobre la comunidad que él conocía y veía con ojos completamente distintos a los extraños del afuera.
El barrio era muchas cosas para Julio. Era la cotidianeidad de la violencia y el sufrimiento –los sonidos de tiroteos en la noche, sus amigos diciendo “hoy mataron a tal”, “se quemó la casa de tal”, “cayó en cana”. “Hay que estar en el barrio y cruzarte con el pibe que sabes que tiene cuatro o cinco homicidios”. Era las drogas que llegaron a sus manos a los 15 años de edad, primero en forma de tabaco y alcohol, luego en cocaína y pasta base.
Pero el barrio también era solidaridad y acompañamiento. Eran los pibes del barrio que lo ayudaban cuando lo veían “de gira” y llamaban a su mamá. Eran los “tipos armados hasta los dientes que me buscaban para ir a jugar al tenis”. Los “cuidate que vos tenés que salir de acá, nosotros ya estamos jugados”. El barrio era todo lo que Buenos Aires no era.
Julio llegó a rehabilitarse a la Fundación Aylén en Vicente López luego de esa vez que tocó fondo en Palermo. Con un trabajo fijo en el Gobierno de la Ciudad, la situación económica era distinta. Cubierto por la obra social, entró a un lugar con cuidados de clase media, “de chetos”. La mayoría de las personas que estaban ahí veían a la villa como el lugar donde iban a comprar sustancia. “Y yo cuando hablaba de la villa era mi casa”. A esto se sumaba la falta de compañerismo, la soledad fuera del barrio. “Fue mucha soledad irme del barrio. La gente toma más distancia, no se comparte de la misma manera”. El egoísmo de una ciudad inundada por el anonimato se presenciaba constantemente. “Yo siempre digo lo mismo: una cosa es convidar cuando ya no querés más y otra cosa es compartir el sánguche cuando tenés hambre”.
Mientras que la mayoría a los tres meses de mejoría tenía la posibilidad de volver a su casa, Julio tardó once. La pelea era constante contra los prejuicios de que volver al barrio significaba ir directo a la casa del narco, porque para muchos “la villa era igual al paco y nada más”. La frase recurrente de sus compañeros era “no quiero terminar tirado en una villa”, mientras Julio se desesperaba por volver.
Y en 2008 lo hizo. A pesar de mudarse a San Telmo y construir su vida desde afuera, no dejó de estar presente. “En mi caso pertenezco y no pertenezco al barrio”. Las identidades de Julio se cruzan en una característica común, esa que lo persigue desde que recogía la basura y las cartas del barrio: la de organizar. Su vuelta significó la creación de proyectos que retrataran la realidad de la villa. En una necesidad de mostrar ese mundo marginado, Julio hace la película Villa, estrena La 21, Barracas y filma Nacionalidad Villera. Surge Mundo Villa y Mundo Sur, un diario y una radio que informa y educa sobre las realidades villeras. De repente, la 21 tenía una voz.
Hoy Julio se dirige a la villa con un permiso de circulación en plena pandemia. Va a ayudar a los mayores del barrio, los abuelos que viven en pequeñas casas como la que vivía él, amontonados en un cuarto con, probablemente, alrededor de 6 adolescentes. La función de Julio de acercar el afuera al barrio nunca cambió. “Yo nunca negué de dónde venía ni quién era. Siempre soy de la villa 21-24”.
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