El veneno en nuestra sangre
- Revolución Redactada
- 15 may 2020
- 8 Min. de lectura

En el verano de 1996, bajo el gobierno de Carlos Menem y de la mano de Felipe Solá, se firmó por primera vez la aprobación de la soja transgénica bajo la resolución 167 en Argentina. En sólo 81 días, el expediente de la empresa Monsanto autorizó la soja RR sin ningún tipo de debate parlamentario, legislación a favor o estudios del impacto en el ambiente y/o la salud. Hoy, Argentina es el mayor exportador en el mundo de harina y aceite de soja.
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Arrasó de repente. Llegó al país e inundó el Interior, donde ver soja en todos lados se convirtió en moneda común: si no se es productor, se es consumidor. Se convirtió en un monocultivo bajo el control total de Monsanto. Para 2013, la soja crecía alrededor de 800 mil hectáreas por año.
Su historia se remonta a 1901 con la fundación de la multinacional estadounidense que trajo estas invenciones al mundo. Su atracción por lo contaminante y dañino para la salud se ve en su historial: desde proveer endulzantes sintéticos a Coca-Cola hasta la producción de Agente Naranja de la mano del gobierno estadounidense para destruir la selva y las cosechas durante la Guerra de Vietnam. Los efectos del herbicida siguen teniendo consecuencias en la salud de vietnamitas hasta hoy, generando enfermedades terminales como el cáncer.
Y con este poder es que Monsanto llegó a la producción masiva, internacional y monopólica de agroquímicos y biotecnología. Con la llegada de la transgénesis a la ciencia, todo cambió. Consistía en el traspaso de los genes de un organismo a otro. En el caso de las plantas, podía ser, por ejemplo, introducir el gen de una bacteria para volver a la planta resistible ante ciertas toxinas o plagas.
Bajo la promesa de innovación en los alimentos y de proveer mayores nutrientes en las comidas, las plantas transgénicas inundaron el mercado y así Monsanto creó la soja Roundup Ready o soja RR. Representaba una variedad resistente al glifosato, un herbicida diseñado para eliminar malezas como hierbas y arbustos que ninguna planta parecía poder resistir. ¿Y quién había creado el glifosato? Monsanto. El ciclo estaba completo: no sólo vendía el herbicida más resistente, sino también la planta genéticamente modificada para soportarlo.
Sin ninguna investigación detrás sobre los efectos de esta planta sobre el medio ambiente y la salud de las personas, la soja RR llegó al mercado estadounidense en 1995 y se desplazó un año después a Argentina en 136 folios que ni siquiera se tradujeron al español.

Créditos: La Tinta
Tal como cuenta Soledad Barruti en su libro Malcomidos, profesionales prestigiosos comenzaron a cuestionarse los efectos de la soja RR. Desde el Director de Calidad Vegetal del Instituto Argentino de Sanidad y Calidad Vegetal (Iascav) hasta el coordinador del área de productos agroindustriales, las dudas aumentaban y no había respuestas.
Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, Europa se negaba y se niega a utilizar la soja RR hasta el día de hoy, al punto que Monsanto se retiró del mercado europeo definitivamente en 2013. Su comercio es casi inexistente salvo por excepciones como España y Rumania.
Los países del Tercer Mundo son los más afectados por los alimentos transgénicos. En un mundo donde ningún herbicida vence al glifosato, los productores se ven forzados a utilizarlo y, por ende, recurrir a plantas transgénicas que lo resistan, volviendo constantemente a Monsanto. Ahora, ¿por qué la soja? Representaba una opción barata, fácil y de proteína alimentaria y aceite vegetal. Además, esa soja era destinada a potencias como China para que lo comieran animales como el cerdo, pero también vacas y pollos, y engordaran.
Así fue como el Interior argentino se pobló de una empresa que controlaba todo y de una soja y agroquímicos cuyos efectos se desconocían. Pero no tardaron mucho en aparecer.
Primero, llegaron en los pequeños productores y campesinos. La presión de empresas trasnacionales y fundamentalmente Monsanto para utilizar sus productos significó sumar un nuevo costo a la ecuación: el pago de royalties por su uso y, además, la compra constante debido a que la soja RR no podía reproducirse ni siquiera para utilización personal.
La soja transgénica venía acompañada del sistema de “siembra directa” que reemplazaba completamente la función de los campesinos: ahora solo bastaba con una pasada de glifosato y una sembradora que permitiera plantar las semillas. De repente, se inauguraba la agricultura sin agricultores, que ahora se encontraban sin función en el campo y la tierra donde vivían mientras los grandes productores aumentaban sus ganancias –hasta hoy hay una asociación de productores agropecuarios que apoya fervientemente este sistema.
A la vez, los pequeños productores agrarios perdían la posibilidad de cultivar, debido a que las fumigaciones aéreas de glifosato y los vientos arrastraban a los herbicidas a sus tierras, contaminando sus cultivos de agrotóxicos que no podían tolerar. También se realizaron y realizan desalojos y desmontes de campos para destinarlos a la agricultura, dejando a miles de personas sin un trabajo e ingreso para subsistir, principalmente comunidades indígenas y campesinas.

Créditos: Francois Mori (AP)
Sumándose a la destrucción de los empleos, hogares y pequeños trabajadores, llegaron los efectos sobre la salud. En Argentina, la soja transgénica no había sido estudiada. Los costos de su investigación eran enormes y solo las grandes empresas podían lograrlos. A la vez, los intereses económicos y políticos impedían que los estudios se realicen porque mostraban la cara de una verdad innegable: Monsanto mata.
En 2009 el grupo Medio Ambiente del Intec (fusión entre la Universidad Nacional del Litoral y el Conicet) realiza un estudio sobre granos verdes y maduros de soja. Descubren que aún en alimentos procesados, la soja contenían restos de glifosato y endosulfán. Este último es un insecticida clorado –se utiliza principalmente para el control de insectos y de orugas que se comen las hojas y dañan los tallos– que para esos años ya se encontraba prohibido en la mayoría de los países y que en Argentina no se prohibió hasta 2013.
Ya en 2006, la UNL había realizado un estudio que alertaba el uso de endosulfán en la soja como factor de contaminación ambiental y alimentaria. En el documento se manifestaba la preocupación por la ingesta de plaguicidas en los alimentos de parte de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), que veían que los residuos de estos llegaban al organismo en cantidades mayores a las deseadas. Con esta investigación corroboraron la presencia de endosulfán y su metabolito endosulfán sulfato –uno de los más tóxicos que hay– aparecían como residuos y recomendaron fervientemente que el gobierno trabajara con los productores agropecuarios para sustituir este insecticida por otro producto.
Por más que la prohibición de endosulfán se logró, el glifosato persistió y su uso siguió aumentando con cada incremento de la superficie de cultivo de soja. Y cuando el grupo Medio Ambiente del Intec hizo la prueba en 2009 en alimentos basados en soja, descubrieron que “luego de los procesos industriales se siguen hallando residuos”. Y los residuos no solo se encontraban en los alimentos, sino también en la tierra. Encontraron que en épocas húmedas y lluviosas el glifosato podría drenar el suelo y contaminar las capas freáticas, es decir, los lugares de acumulación de agua subterránea.
Para 2017, el glifosato se utilizaba en 23 millones de sembradas de soja en Argentina. Se aplica en más del 70% del territorio cultivable del país en forma de más de 200 millones de litros por año. Actualmente, este número sigue en aumento. Los efectos del glifosato en la salud de las personas que viven alrededor de cultivos de soja está a simple vista. El problema es que nadie los quiere ver.
En marzo de 2019, la Corte Federal de San Francisco, Estados Unidos, determinó que hubo una relación causal entre el glifosato y el cáncer de Edwin Hardeman. Este hombre había sido fumigador del herbicida por tres años hasta que le diagnosticaron la enfermedad: linfoma no Hodgkin (LNH), un cáncer que afecta al sistema inmunológico. Sólo en Estados Unidos, Monsanto enfrenta más de 11 mil juicios similares.
Solo unos meses antes de que Hardeman iniciara su demanda, el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer, una agencia de la OMS, clasificó al glifosato como “probablemente cancerígeno para humanos”. Según el informe, esto se basó en “evidencia limitada” en humanos (de casos reales de personas que estuvieron expuestas al herbicida) y en evidencia suficiente de cáncer en animales. También mostraron fuerte evidencia de altos niveles de genotoxicidad tanto para el glifosato como para sus derivados, es decir, tienen una alta capacidad de ocasionar daño en nuestro material genético. Estudios de la Universidad de Rosario hallaron también niveles de neurotoxicidad en animales. Otro estudio llamado Farm Family Exposure Study descubrió que el 60% de los agricultores tenían glifosato en la orina en muestras tomadas dentro de las 24 horas posteriores a la aplicación de una formulación que contenía el químico. Es decir, los riesgos de exposición son enormes.
Seis años antes, el científico argentino Andrés Carrasco había probado en un estudio para la revista Chemical Research in Toxicology cómo concentraciones ínfimas de glifosato podían producir efectos negativos en los embriones de anfibios, lo que abrió preocupación por los casos de malformaciones en humanos. El investigador del Conicet participó también ese año del Primer Encuentro de Médicos de Pueblos Fumigados donde junto a otros miembros llegaron a la conclusión de que en las poblaciones que sufren fumigaciones aéreas se encuentran malformaciones congénitas en bebés y un mayor número de abortos espontáneos. Por estos resultados, fue amenazado y desacreditado públicamente por Lino Barañao, el ministro de Ciencia de Argentina de ese entonces.
El mayor exponente de la lucha contra Monsanto y la prueba del vínculo entre el glifosato y el cáncer en Argentina fue Fabián Tomasi. Su trabajo era de reabastecimiento de los aviones fumigadores de la empresa agrícola Molina, es decir, era el encargado de abrir los envases de agrotóxicos, mezclarlos con agua y meterlos en los aviones. Él y sus jefes murieron de cáncer. El diagnóstico médico fue polineuropatía tóxica: disfunción de los nervios periféricos que solo era posible por una alta exposición a sustancias tóxicas. No podía comer, caminar ni mover sus brazos. Efecto directo de los venenos de Monsanto en el cuerpo y la sangre.

Fabián Tomasi | Créditos: Pablo Piovano
Y casos como el de Fabián hay muchos. Carla Savarese, nacida en Ayacucho, una zona que solía ser ganadera pero fue invadida por la soja. Hoy se encuentra en tratamiento oncológico por una alteración de la médula espinal debido a las fumigaciones de una acopiadora de granos a cinco cuadras de la escuela donde trabaja.
Según un estudio de la Universidad de Rosario, las poblaciones cercanas a estos campos de cultivo tienen una tasa de tumores mayor que la media. Según el Instituto Nacional de Cáncer argentino, en 2012, los casos de cáncer cada 100 mil habitantes aumentaba en un ratio de 48,7% en los pueblos cercanos a los cultivos.
Pablo Piovano capturó esto a la perfección en su trabajo El costo humano de los agrotóxicos en un viaje por el norte rural argentino: pieles dañadas y envejecidas, sarpullidos inexplicables, niños que nacen con deformidades en su rostro o cuerpo, manos sin uñas.

Créditos: Pablo Piovano
Chaco, Misiones, Entre Ríos, Santa Fé. La lista aumenta a la par de los enfermos y fallecidos. Las cosechas récord van de la mano de la desnutrición, la pobreza y la enfermedad. El reino de la soja se vuelve imparable mientras se pierden vidas y, los que quedamos vivos, nos acercamos a los supermercados y compramos productos que ni siquiera sabemos que contienen soja porque el 75% de los mismos la posee en algún nivel como emulsionante o aceite.
La base de nuestra economía se alimenta del horror. La pregunta es, ¿qué vamos a hacer al respecto?
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